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¿13.000 euros sin reventa para ver a Beyoncé desde la misma pista? Hay razones estructurales pero también sociológicas que explican los precios prohibitivos de algunos shows
Sólo pagando (y mucho) en la reventa se podrá ver a Adele. Foto: Getty
Los fans de Adele que fueron lo suficientemente veloces el pasado diciembre para hacerse con una entrada para verla en el Palau Sant Jordi a finales de mayo, en el que será su único concierto en España, pagaron 115 euros. Todavía quedan entradas para ver a Beyoncé en agosto, la más barata de 84 euros y la más cara, sin reventa, de 12.922, en la misma pista. Por unos meros 4.500 euros se puede disfrutar del Lemonade desde la fila 24. La dinámica se repite tanto para disfrutar de Bruce Springsteen en su inminente gira española o, incluso, para rememorar 20 años después aquel El Gusto es Nuestro de Serrat, Ana Belén, Víctor Manuel y Miguel Ríos. En 2012, Madonna avisó a sus fans de que debían “trabajar todo el año” y “ahorrar cada penique” para verla, porque ella “vale la pena”.
“Voy a cortarme el pelo y la peluquera, sabiendo en lo que trabajo, me pide dos entradas o que le apunte en lista como si fuera lo más normal del mundo. Si Pedro Almodóvar fuera a esa misma peluquería dudo mucho de que le preguntaran si tiene alguna entrada de sobras para ver su última película… Hubo un momento en el que nos malacostumbramos a los conciertos gratuitos en las plazas mayores y, por ello, se ha creado una cierta corriente que pone en duda el valor de los conciertos. Este debate de los precios en el fútbol o la fórmula uno ni se plantea, por lo que podría decirse que, en cierto modo, la música está poco valorada. El público no entiende que el tanto por ciento más alto de los ingresos de taquilla van para el artista en realidad”, comenta Barnaby Harrod, director de la promotora Mercury Wheels, apuntando en la misma dirección que Joan S. Luna, redactor jefe de la veterana cabecera Mondo Sonoro: “hablar en España de música y fútbol no es comparable porque el fanatismo que tiene este deporte está a otro nivel y a la gente no le importa gastarse tanto en ello porque lo vive muchísimo y de una forma más visceral”.
De cada cien euros que vale una entrada, 21 corresponde al IVA cultural y 10 a la SGAE, denuncian los promotores.
Con esta vara de medir distintiva sobre la mesa quizás habría que detenerse en cuál es verdaderamente el reparto de los beneficios. “Depende de cada artista y la negociación que se haya cerrado con el promotor en cada caso, pero lo normal hoy en día es un 90% para el músico y un 10% para el promotor. Y si tienes algo de suerte esa cifra puede cambiar a 80/20. Los 70/30 son más viejos que Chuck Berry”, apunta al respecto César Andión, director de comunicación del festival DCode y una de las mentes pensantes detrás de Live Nation en España. “No hay que olvidar que de una entrada de 100 euros 21 directamente se van, ya que el 21% es lo estipulado por el IVA cultural y otro 10% va para la SGAE. El público debe concienciarse de que ese tanto por ciento del IVA les perjudica a ellos igual que a nosotros. Cuando anteriormente estaba en el 8% sí que podíamos jugar más con los precios, pero actualmente las entradas valen lo que valen. Con ese 69% de beneficio que nos queda debemos pagar el caché y cubrir infinidad de gastos que van desde los técnicos de sonido hasta un simple catering. Las cifras con las que jugamos son muy ajustadas y los gastos son todavía más altos cuando hablamos de una gira de estadios”, señala gráficamente Harrod.
A la expectativa de saber qué ocurrirá a partir de finales de junio una vez volvamos a las urnas y si acabaremos el año con un decremento del dichoso IVA, esta misma semana ha aflorado una sentencia del Supremo que deniega el cobro por parte de la SGAE del 10% de cada entrada. La Sociedad General de Autores únicamente se ha excusado afirmando que la tarifa ya no es del 10, sino del 8,5%, por lo que la contienda sigue abierta hasta nuevo aviso. Resulta lógico que con este reparto no equitativo las propias promotoras sean las primeras interesadas en hallar soluciones. Pocos oficios hay más arriesgados actualmente que el de promotor de conciertos. “En el caso particular de los festivales atraemos a muchísimos turistas a nuestro país. Básicamente hacemos marca España de nuestro propio bolsillo, de modo que al menos espero que algún día las Autoridades lo vean y en vez de trabas ofrezcan ayudas”, dice a su vez Andión.
Mención aparte merece no sólo el postureo festivalero, sino también el de los grandes acontecimientos musicales. Existe una respuesta un tanto tautológica a la pregunta que nos hacíamos en el titular y es “se paga porque hay gente que lo quiere pagar”. Ir a un macroconcierto tiene algo de evento y poco de experiencia musical. Con el precio de la entrada, se adquieren también los “bragging rights”, el derecho a fanfarronearse en las redes sociales, y un símbolo de estatus. El “yo estuve ahí” de siempre ha existido y ahí estará, pero habría que preguntarse qué tanto por ciento de ese público que con los grandes eventos se viene arriba acude a las salas para disfrutar de conciertos de pequeño formato a lo largo del resto del año. Nos quejamos, y con razón, del desembolso que debemos afrontar para pagar una entrada, pero la oferta de bolos de formato reducido es tan vasta en nuestras grandes ciudades que siguiendo esa regla de tres las salas deberían estar a rebosar de público. Y eso, paradójicamente, no ocurre.
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