El Circo Orfei a su paso por Riva del Garda (Italia) en 1992. La chaqueta podría parecer una pieza de la última colección de Vuitton.
ES UN RECUERDO BIEN ALOJADO: hombres con elásticos negros que tensan la carpa recién llegada a la ciudad y hablan en diferentes lenguas; forzudos que miran por el rabillo del ojo e impresionan tanto como las mujeres zíngaras que llenan garrafas de agua en la fuente, vestidas con quimonos fioreados. Paseamos a lo largo de una manzana de roulottes, mi padre quiere ver las fieras, yo a la gente. Me pregunto por esos niños que no van al colegio, por su vida nómada recalando en descampados de las afueras, durmiendo apretados en aquellos remolques, recorriendo el mundo. Hasta que veo la puerta de una caravana entreabierta: hay un maillot de pedrería colgado en el pomo, una revista de moda extranjera en el suelo, unos zapatos de cristal, pelucas, polveras doradas… Ese es mi primer recuerdo del circo, pero también de los objetos que brillan y te transforman. Con los años volvería a ver aquellas segundas pieles: bodies cosidos de lentejuelas dibujando la espalda de una mujer araña, pendientes de lágrimas de cristal o chaquetas pespunteadas y con botones dorados… aunque no se trataba de los camerinos de un circo, sino de los backstage de la pasarela. ¿Cuántas colecciones de diseñadores no han brotado de la nostalgia de aquellos mundos de la infancia, poblados de ilusionistas apátridas que en sus juegos ópticos nos contagiaban por un instante la idea de que todo era posible? Gómez de la Serna decía que el circo siempre nos pareció el paraíso terrenal “del que tiene toda la ingenuidad, la claridad y la gracia primitiva y edénica”. De Chagall a Matisse, las artes han recreado los mundos imaginarios del circo y su omnipotente lucha contra los límites. Hombres y mujeres que parecen aves, virtuosos del equilibrio, o prodigiosos magos perfilan miniciudades ambulantes habitadas tan solo por seres asombrosos. Pero el mundo cambió demasiado. Y el circo también tuvo que hacerlo. En 1987, Guy Laliberté inventó el Cirque du Soleil, que construiría sus espectáculos sobre un nuevo concepto: personajes fuertes en lugar de animales salvajes; teatro, música, proezas atléticas y mucho exotismo. La fórmula maestra que ha revivido un arte moribundo. Hoy cuenta con 3.000 empleados, de los cuales más de 700 son artistas. Algunos de ellos, los que conforman el cartel del espectáculo Totem, han sido fotografiados para este número de Fashion&Arts con la modelo Estella Boersma. Con su propio vestuario. Juntos recrean mundos imaginados rastreando el origen de las civilizaciones. Porque las tendencias de moda, esta temporada, una vez más, recomponen el traje universal: cowboys y Versailles, neo-neofolk y purpurina de plexiglás, mujeres sirenas, gauchos y domadoras. Antiguos mitos que han forjado un imaginario compartido, soñador, exaltado. Y que hoy perviven tanto en el circo como en la moda.
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