La mirada de Graciela Iturbide cuenta Latinoamérica más allá del realismo mágico. La Fundación Barrié en A Coruña exhibe una retrospectiva de su cruda versión de lo cotidiano. Por Vanessa García-Osuna
‘Autorretrato en el campo’, de 1996. Luego le dijeron que, cocinado, está más rico.
El azar ha traído cosas muy buenas a mi carrera”, asegura Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942), la fotógrafa contemporánea más infl uyente de Latinoamérica. Aunque su primera vocación fue la literatura, se matriculó en el Centro Universitario de Estudios Cinematográfi cos decidida a convertirse en cineasta. En el último momento, sin embargo, se apuntó a las clases que impartía Manuel Álvarez Bravo, uno de los pioneros de la fotografía artística mexicana. Aquel encuentro marcaría su vida. “Él siempre me decía: ‘Graciela, el cine es de juguete, la fotografía es algo serio’. Murió a los 100 años y aprendí muchas cosas de él, sobre todo, de la vida. Me descubrió los libros imprescindibles, me enseñó a reconocer nuestro arte popular, tan ninguneado…”. Del maestro, aún recuerda su consejo más reiterado: “No se apresure, siempre hay tiempo”.
En 1978 es comisionada por el Archivo Etnográfico del Instituto Nacional Indigenista para documentar la población indígena del país, y, un año después, el artista Francisco Toledo la invita a fotografi ar el pueblo de Juchitán, en el estado de Oaxaca, cuna de la rica cultura zapoteca. La serie, en la que trabajó una década, fue recogida en el libro Juchitán de las Mujeres, en colaboración con la escritora Elena Poniatowska. “He tratado de recuperar todo lo que quedó puro y sin contaminar, antes de la llegada de los españoles, aunque me encante el México mestizo del que yo soy un ejemplo. Mi familia materna procedía de Aragón y la paterna era vasca, de hecho, uno de mis antepasados fue Agustín Iturbide, quien se proclamó primer emperador de México.”
En sus expediciones fotográfi cas, Iturbide iba sola, pertrechada con sus inseparables cámaras Leica y Mamiya. “Mi condición de mujer ha sido una ventaja para trabajar en las zonas indígenas. Nunca me pasó nada, pero ya no podría trabajar así por la inseguridad que ha creado el narco. Es doloroso: somos un país maravilloso pero la situación de acoso y muerte es terrible”. Aunque México se asocie a un colorido restallante, ha captado su alma en blanco y negro. “Cuando salgo a fotografiar veo el color, pero mi mente abstracta percibe el blanco y negro, con el que me siento más auténtica”. Coincide con Octavio Paz cuando decía: “La realidad es blanca y negra”. No le gusta que se la califique de surrealista. “Admiro el surrealismo como movimiento pero no formo parte de él. ¿Realismo mágico? Eso lo inventaron los franceses para vender libros. Yo trato de hacer algo poético y digno”.
La muerte ha sido una de sus grandes obsesiones. “En mi país se vive y se juega con ella y, como Jean Cocteau, creo que la fotografía es la única manera de matarla”. También siente una conexión especial con la naturaleza y los animales, en particular con los pájaros: “Me fascinan como símbolo de libertad. Veo en ellos las cualidades que ya les asignaba San Juan de la Cruz: vuelan hasta lo más alto, son criaturas solitarias, llevan el aire en su pico, no tienen color definido y cantan dulcemente”.
“EN MI PAÍS SE JUEGA CON LA MUERTE, Y CREO QUE LA FOTOGRAFÍA ES EL ÚNICO MODO DE MATARLA”
La obra de este icono de la cultura mexicana se ha expuesto en instituciones como el Centro Pompidou (1982), el Philadelphia Museum of Art (1986), el Paul Getty Museum (2007), la Fundación Mapfre (2009), el Winterthur Museum (2009) o el Barbican Centre (2012), y hasta tiene un cómic dedicado a su figura, Lady Iguana (La Fábrica). Pese a su renombre, vivir de su pasión no ha sido sencillo. “Me ha costado ganarme la vida con mis imágenes. Solo lo he conseguido en los últimos tiempos. Me divorcié joven y mi situación económica empeoró. No me importaba ser pobre, aunque mis hijos se quejaran de que siempre comíamos lo mismo: ‘Ay, mamá, ¡siempre haces papas con crema!”, cuenta riendo. “Y es que nuestra nevera estaba llena de rollos de película”. Iturbide, para quien “la cámara es un pretexto para explorar el mundo”, no ha perdido su curiosidad viajera. “Me encantaría ir a China, por ejemplo, pero no a recoger un premio o a presentar una exposición; lo que necesito es empaparme de los lugares, vivirlos y, luego, como siempre, dejar que hable la foto.”
Llamo a Graciela Iturbide al caer la noche. Está a 9.000 km., en Ciudad de México, pero su voz suena tan cercana que podríamos estar en el bar de abajo de casa. Unos alegres ladridos demuestran que está bien acompañada.
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