Aunque se debate entre lo sagrado y lo profano, el inexorable ritual de vestir (y vestirse) tiene mucho de experiencia religiosa. Por Silvia Alexandrowitch
“Mon Dieu, mon Dieu”, exclamaba mi abuela Germaine antes de responder a una frase, una buena noticia, una blasfemia o una obra de arte. Después venían sus risas o su reprobación; era una irónica bondadosa de pocas palabras. A mí me daba la impresión de que invocaba a su dios para iluminar sus palabras con mayor gracia. Hoy me oigo a mí misma suspirarle lo mismo a mis amigos íntimos para finalizar un diálogo sobre actualidad política o sobre el estado de lo moderno, y cerrarlo con unas risas. No somos infieles, somos humanos, y la sátira es el lenguaje ético y estético que nos libra de los dogmas. En mi barrio hay una peluquería que se llama Oh my God, y una pastelería que sigue vendiendo deliciosas tetillas de novicia y huesos de santo, una suerte de canibalismo celestial.
Que cada cual averigüe el origen de la postura del misionero… A pesar de las bromas, las religiones monoteístas no tienen sentido del humor (“Dios no juega a los dados”, dijo Einstein): imponen reglas a sus fieles, reglas que se tornan ultrarrígidas en cuanto a las formas visuales de lo sagrado. Sus clérigos adoptan vestuarios que imponen respeto y simbolizan su poder moral. El patriarcado es ley sacra en lo espiritual, así que son los varones quienes definen cómo ellos y las religiosas (ay, también llamadas siervas), se muestran físicamente al mundo. Aunque con enormes diferencias, hace ya siglos que cada religión dictó sus “tendencias”, y vemos cómo, en la historia de la indumentaria, son las únicas que permanecen tan inamovibles para sus fieles como apetitosas para toda clase de variaciones estilísticas de los profanos. La hilarante propuesta de Federico Fellini en Roma (1972), un desfile de modas para monjas, papas, cardenales y obispos, es el no va más de la interpretación de los hábitos de una iglesia que cree en el poderío bling-bling sobre una fe, si no ciega, al menos cegada.
¡Qué contradictorio resulta, a estas alturas, que los sacerdotes vistan sus suntuosas galas para dictar hábitos de modestia y pudor a las féminas! Como la toca, el velo y el manto de las monjas cristianas y la mantilla de sus fieles, o el hiyab, chador o burka impuesto a las musulmanas. No es de extrañar que estas prendas que representan lo sagrado ejerzan un influjo endiablado en las artes profanas. Ya en el siglo XVII, Zurbarán invirtió los géneros y vistió a sus monjes con austeridad y a sus santas con el lujo de las sedas venecianas que tenía en su taller. El resultado fue, tres siglos más tarde, el alumbramiento del estilo de Balenciaga. También la moda Adlib ibicenca, que en su página oficial se declara inspirada en las payesas de la isla así como en los vestidos de los hippies que la invadieron en los setenta, me parece que fue más allá en sus comienzos y apuntó los ritos afrocaribeños y afrobrasileños, el vudú y el candombé, en los que las mujeres, de blanco de arriba abajo, visten blusas, enaguas y faldas de batistas bordadas para hacer sus ofrendas a Yemanyá, la diosa del mar, en un éxtasis que en Ibiza pasó de natural a químico.
Monjes budistas de camino a la ceremonia anual en el templo Wat Phra Dhammakaya, en Bangkok.
Desfile de moda católica de ‘Roma’ (1972).
¿Cómo negar al arte y a la moda tamañas visiones estéticas de las diversas ceremonias de la vida y la muerte? Hay en ellas un palpable temblor erótico. Los artistas del Siglo de Oro lo transmiten sin filtros en sus obras. Los costureros del siglo XX también lo han hecho en sus colecciones, escudados por la ironía.
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