Las flores son un auténtico prodigio y, más allá de estamparlas en nuestra ropa, son una invitación a sentir un instante de fugaz belleza capaz de instalarse en la memoria como un imán impaciente. Joana Bonet convierte a Fashion&Arts magazine octubre 2019 en un asignatura de Ciencias Naturales.
La moda se fundamenta en unas líneas argumentales que la han nutrido de retórica, confiriéndole cada temporada de un relato para explicarse. Roland Barthes, avezado analista de la estructura del sistema de la moda, las resumía en cuatro epónimos: geografía, historia, arte y naturaleza. Mucho nos hemos deleitado con las blusas georgianas, los cortes Imperio y la inspiración de Rotko o Mondrian en los trajes. Pero son las flores y las plantas, los azules indeterminados del cielo al atardecer, los almendros floridos de Van Gogh o los jardines ingleses quienes permanecen más inalterables, con repuntes como el de este otoño.
Nuestro mundo agitado vive de espaldas a las flores, como si no hubiera espacio en él para entretenerse a lo Mrs. Dalloway, escogiendo los mejores tallos. En nuestras apretadas agendas no cabe la belleza fragante de los nardos o el jazmín, pero el mal olor generalizado es un indicativo de la podredumbre moral, de la falta de riego vital, porque nadie debe condenarse a sí mismo a soportar la espesura del tufo, permitiendo que las flores convivan tan solo de forma periférica con nosotros.
La asignatura de Ciencias Naturales nunca fue un hueso. A menudo la experimentábamos por nuestra cuenta con renacuajos o con las orugas que alimentábamos pacientemente dentro de una caja de zapatos, mientras, en clase, aprendíamos la fotosíntesis o la formación de los suelos calcáreos sin apenas levantar la mirada del libro. En aquella época se huía de los huertos, y no fueron sino nuestros hijos quienes tuvieron que contarnos cuánto tiempo tarda en degradarse un chicle –de media, cinco años– en su crecida concienciación ecológica, de reciclar a cerrar el grifo (no tanto de apagar la luz).
La ternura universal que despierta Greta Thunberg, la joven sueca que ha conseguido erigirse en símbolo de la alarma ante el cambio climático, ilustra también acerca de la necesidad de relatos. Dicen ahora que todo es un montaje; aunque fuera así, no se puede negar que el golpe del publicista ha sido efectivo porque le ha puesto rostro a la tragedia de una generación que aún lleva calcetines largos y ensaya un réquiem por el planeta que heredarán de no activarse medidas urgentes para detener sus dramáticos efectos, como la desertización o la agonía de los océanos y sus habitantes.
La conciencia sostenible se ha incorporado hoy a la ética ciudadana, pero ocurre igual que con otros asuntos, como la igualdad: conocemos bien la teoría, aunque no siempre la practicamos. El impacto de la industria textil en el medio ambiente causa estragos; no en vano es la segunda más contaminante. Por ello, urge el compromiso para reducir la huella de carbono y alargar la vida de las prendas, transcendiendo el impulso y meditando la compra. También para admirar las flores como un auténtico prodigio. Aceptemos, más allá de estamparlas en nuestra ropa, su invitación a sentir un instante de fugaz belleza capaz de instalarse en la memoria como un imán impaciente.
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