La renovación de las dos cámaras en las elecciones ‘midterm’ de Estados Unidos marca la hora de una política en femenino. Por Núria Ribó
Una de las nuevas congresistas demócratas, Ilhan Omar.
“La diversidad se ha convertido en movimiento político”. Así describía The New York Times la participación en las pasadas Midterm Elections americanas. Diversidad de procedencias, religiones y orientación sexual, pero, por encima de todo, la entrada de un gran número de mujeres que marcarán para siempre el 6 de noviembre.
Los demócratas arrebataron a los republicanos la mayoría en la Cámara de Representantes, si bien estos lograron reafirmar su presencia en el Senado. Grandes cambios y grandes interrogantes. La alta participación de los evangelistas fue clave: representan el 25% del electorado y el 80% de ellos vota republicano y es antiabortista. Trump, hábil, ha cubierto las vacantes en los tribunales federales mucho más rápido que otros presidentes, inclinando la balanza del Tribunal Supremo hacia los conservadores con la nominación de dos jueces. A todo ello se suma una gran base antiabortista, entre congresistas, senadores y un amplio grupo de gobernadores republicanos. El aborto y el derribo de la reforma sanitaria de Obama son sus misiones principales. Los resultados insisten en dejar un país dividido entre las zonas rurales –republicanas– y las urbanas, que, unidas a los extrarradios de las grandes ciudades, han pasado a manos demócratas, gracias a un voto mayoritariamente femenino y de un nivel educativo superior.
Trump ha sido el gran revulsivo en unas elecciones atípicas. Con una participación récord del 49%, 113 millones de votantes se han sentido más empujados que nunca a las urnas. El sistema de contrapoderes ha funcionado. La larga marcha de las mujeres ha empezado a dar sus frutos. Desde el minuto cero saltaron a las calles de Washington DC en protesta contra las propuestas abiertamente xenófobas y antiabortistas de un presidente al que, durante la campaña, oyeron vanagloriarse de haber manoseado las partes íntimas de una mujer. Al activismo de la Marcha Rosa se unieron las sorprendentes confesiones de las actrices de Hollywood sobre los abusos sexuales del poderoso productor Harvey Weinstein. El movimiento #MeToo convulsionó el mundo, y reforzó una sororidad que ha extendido sus redes por todo el país con un objetivo claro: intervenir en el mundo de la política, en el que su presencia ha sido tradicionalmente muy baja.
Hoy, la Cámara de Representantes alberga a un centenar de mujeres demócratas. Dos de ellas, Sharice Davids y Deb Haaland, indias-americanas; una de ellas abiertamente lesbiana; dos musulmanas, Rashida Tlaib e Ilhan Omar; dos afroamericanas (por dos estados mayoritariamente blancos: Ayanna Pressley por Massachusetts y Jahana Hayes por Connecticut); otras dos latinas: Veronica Escobar y Sylvia R. García, y una neoyorquina de ascendencia puertorriqueña, Alexandria Ocasio-Cortez, que, con 29 años, es la congresista más joven de la historia. El gran reto demócrata será traducir esta amplia presencia en un poder real. Más allá de los titulares.
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