Su nueva exposición retrata a seres anónimos con la misma elegancia con la que antes mostró a mendigos, prostitutas, modelos o amigos. Por: Guillermo Espinosa
De Lita Cabellut (Sariñena, Huesca, 1961) se ha hablado mucho, sobre todo de su controvertida biografía, desde que en 2015 apareciese como la única española en la lista de los 500 artistas vivos más cotizados, elaborada por la plataforma privada ArtPrice. Lo que ella misma suele minimizar como “un ejercicio de marketing muy lejos de lo que realmente es el arte”, permitió que su nombre se diera a conocer en un país, el suyo, con una enorme tradición pictórica y que apenas sabía de su existencia. De la Lita supuestamente gitana, hija de prostituta, mendiga y abandonada, algo negado al parecer por sus hermanas mayores, sí sabemos que efectivamente estuvo en un orfanato, y que su vida cambió al ser adoptada por una familia adinerada de la Barcelona que la vio crecer, con la que emigró a La Haya, ciudad donde sigue viviendo y trabajando, y que le abrió las puertas a una educación artística. De su estudio holandés ha salido esta nueva serie, Una crónica del infinito (2018), que da nombre a una exposición que estará hasta el 27 de enero en el Museum Jan van der Togt de Amstelveen, cerca de Ámsterdam. Esta exhibición incluye algunas piezas anteriores pero recientes, a modo de contrapunto antológico, mientras otra parte de estos últimos trabajos se exhibirá en paralelo en la Opera Gallery de Nueva York (del 11 de diciembre hasta fin de año).
Una vez más, se manifiesta la continencia aglutinante de Cabellut. Es una pintora figurativa que juega con la abstracción y que mezcla fotografías impresas de fondo con capas de fresco y óleo a pincel, golpes de pintura en spray, trazos tanto perfilados como informalistas… Cabellut pinta esta vez a desconocidos (alejándose de esas personas significadas y populares como Kahlo, Chanel o Camarón) con esa misma dignidad y extraña aura irreal con la que pintara también a mendigos y prostitutas, modelos o amigos. Hay una voluntad globalizada y racial, étnica, configurada también a través de los títulos de sus pinturas: apelaciones directas a tradiciones y cultos distantes, vinculados a la astronomía y también a la astrología… Un complejo entramado simbólico-místico-cosmológico que, intuimos, tiene que ver con detalles de su propia biografía. Como escribe en el prólogo su hijo, el antropólogo Luciano Mateo Rodríguez Carrington, “el objetivo es poner de manifiesto que la relación entre el individuo y el mundo no es unidireccional”, y que el ser humano “se enfrenta a factores externos a través de la experiencia, así como a procesos internos de cambio, impulsados por una continua renegociación del Yo”.
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