Cazador de deseo, esteta y provocador, su fotografía no envejece. Es maestro de maestros.
Leopoldo Pomés fotografiado por Outumuro en su estudio: el cazador cazado entre volutas de humo.
El adjetivo que más recurrentemente ha recibido Leopoldo Pomés (Barcelona, 1931) a lo largo de su vida ha sido ‘seductor’, curiosa calificación para uno de los fotógrafos españoles más importantes del último siglo. Acaso se deba a que su personalidad, arrolladora y galante, ha transcendido su obra, que desborda toneladas de deseo y misterio. O porque este hombre alto, socrático, romántico, perverso, nervioso y sabio, un señor de Barcelona hijo de una Europa despeinada, la de los cafés de Steiner y los Sunday Mornings de Nico y la Velvet Underground, ha desplazado la intensidad, a veces frágil, otras perturbadora, de su vasta colección de fotos, que no consigue envejecer. Recuerdo, cuando empecé a hacer periodismo, que Pomés me imponía hasta hacerme sentir torpe. Lo entrevisté para Ymoda a finales de los ochenta, y luego me lo encontraba en Vinçon y en el Giardinetto, pero cada vez que me saludaba, tan gentleman, pensaba que se equivocaba de persona.
Seductor es un tópico fácil y peligroso, un síntoma de pereza mental como casi todas las etiquetas, que le queda pequeño a Pomés, quien en verdad ha sido un ladrón de intimidad y de deseo que revolucionó la publicidad desnudando a las mujeres sin artificio –pero con zapatos– mientras elogiaba las sombras y perseguía la luz blanca al caer la tarde. Empezó a fotografiar Barcelona como si la ciudad fuera una mujer. En su vida existen varias historias fallidas, felizmente realizadas, como el magnífico trabajo Barcelona 1957, que en su día no se atrevió a publicar Carlos Barral. O un libro de toros con sus fotos que iba a escribir Hemingway antes de suicidarse; también una edición exquisita de Les fenêtres de Rilke ilustrada por él, que nunca salió de la imprenta porque al editor no le gustó la traducción de Gerardo Diego.
“El tacón y el escote son grandes diseños de la humanidad: el escote enmarca el pecho dejando un cuadro perfecto. El tacón hace ascender, recoloca el cuerpo”.
Es el tercer encuentro que mantenemos en su estudio-oasis desde que le propuse editar un porfolio suyo. Me recibe con chaqueta verde de terciopelo, camisa tejana, pantalón de pana marrón y zapatos de ante. Habla con un hilo de voz: se recupera de una dolencia en las cuerdas vocales. Fuma con rebeldía rimbaudiana unos cigarrillos ultralight que apenas saben. Cuando mencionamos algo que le remueve, desde el nombre de una mujer hasta el recuerdo de cómo persiguió a Karin Leiz un día de verano –“los plataneros filtraban mil puntos de luz”– la primera vez que la vio, en un tranvía. Enciende un R1 y lo tira a la papelera después de cuatro caladas.
Tiene la puerta de su dormitorio entreabierta, y atisbo: está tapizado en terciopelo rojo. Él gobierna sentado frente a la pantalla de su ordenador MacPro, que almacena el trabajo de casi siete décadas. Da órdenes a Isabel, su asistente, con café y cruasanes. Se acuerda del nombre de todas sus modelos; abre archivos y los cierra; lee un correo de Teresa Gimpera. La noche anterior organizó una cena para recordar al amigo Joan Potau, un año después de su muerte, en la que reunió a las mujeres más importantes de la vida del actor. Entre los comensales, Isabel Coixet, Outumuro e Isabel Cordero. Karin servía los platos con su larga cola blanca mientras Ciro, el hijo pequeño y cinéfilo, cocinaba. Parecía una escena de película francesa, todo tan moderno y fácil.
“La belleza acecha, la luz es su cómplice”.
Discutimos sobre los diminutivos, que Pomés aborrece, en especial ‘braguitas’ y ‘señoritas’. Él siempre ha fotografiado señoras: “Detesto a las mujeres ñoñas. Me he preocupado de que no fueran tratadas como un objeto sino como personas con sentimientos y altura. No me gustan las mujeres cursis y mojigatas; me gustan las que fuman, saben reírse, las que pisan fuerte, inteligentes, en fuga”.
Pomés hizo su primera foto en 1947, estrenando una pequeña cámara. “Trabajaba de meritorio en Productos Alimenticios Potax, en el puerto. Dejé de estudiar porque era un pésimo alumno. Tenía mucha memoria, pero solo se me daba bien la literatura. Llevé a revelar el rollo en una tienda de la calle Pelayo –Fotoclub se llamaba–, y al rato me dijeron que el jefe quería hablar conmigo. Me trajo unas ampliaciones que yo no había pedido, y me dijo que me las regalaban, que estaba tan bien que tenía que presentarme a un concurso. Lo gané. Tenía 16 años”. La imagen captura la ciudad industrial, jadeante y en movimiento: dos locomotoras humean el paisaje a ras del mar, junto a un velero; en el empedrado, dos guardia civiles, un cura, cuatro paseantes.
Montó un cuarto oscuro en el baño, y a medida que revelaba las imágenes profería gritos de emoción. Las lavaba bien, las estampaba frente al espejo y pasaba el rodillo para escurrir el agua. “Las tenía en la cabeza y en el corazón, pero cuando emergía la imagen aquello era mejor de lo que recordaba”. Empezó a trabajar en agencias de publicidad. Y le dio la vuelta a todo, embebido de los cementerios de Modest Urgell –cuyos atardeceres sombreados forran las paredes de su estudio– y por la escuela de Strasberg y su Actor_s Studio.
El fotógrafo no tiene edad: ha traspasado la barrera del tiempo manteniendo su idilio con la modernidad y cazando miradas furtivas que sobrelleva con “un dolor privado”. Fuma cuando habla de amores: “No me gusta este aspecto mío relacionado con las mujeres”. Lee a Salvat Papasseit, a Lorca, a Pedro Salinas. Escucha a Armando Manzanero y se emociona con Smile, de Chaplin. Le fascina la gente corriente, aquellos chavales que un día fotografió llevando una carreta y que ha reencontrado 40 años después. Me muestra, una y otra vez, la foto de sus siete nietos saltando. Solo le interesa la verdad. Se autodefine como un nómada de la mirada. Nadie como él ha fotografiado a una mujer de espaldas.
“No soy maquiavélico, pero qué mal estaríamos sin perversidad”
S.T. 1965 © “Tens un dit que fa fum/i el fum a mi m’embriaga”.
Su amiga y musa, la actriz Teresa Gimpera, en una fotografía homónima del año 1971.
El derrière arrollador de Karin titulado Rayón, 1959.
Otras frases elegidas además de las destacadas: “Odio la pornografía: es prosaica; el erotismo en cambio tiene poesía”. “La anécdota me resbala, los detalles me fascinan”.
*Este texto fue escrito con música de Chet Baker y tres cafés con leche. Pomés revisó minuciosamente los nombres y las fechas del texto. Todos los versos que acompañan estas fotos pertenecen al libro Vidre de nit seguit de Polvo de sombras, de Leopoldo Pomés (Quaderns Crema, 2015).
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