El cante traspasa generaciones y fronteras. La joven bailaora Gema Rodríguez Amaya y seis niños de su entorno (primos, amigos y hermanos) del barrio de San Roque son la prueba de que en Cataluña hay flamenco para rato. Texto y fotos: Eva Blanch
"Bailar es jugar, no hay otra cosa mejor que hacer" -El Chino
Ricardo se le escapa la risa y la cara se le agranda de alegría. Es el más travieso, el que hace más bromas. El Cachorro tiene una mirada grave, tierna y adulta a la vez, se desconcierta cuando les hago improvisar una canción para una foto, cuando Ricardo arranca y él no se la sabe, todos le decimos que para la foto es igual, que solo tiene que posar. Pero a él no le da igual cantar una cosa que otra. O simular que canta. El Cachorro se lo toma todo muy en serio. Acaba de sacar un nueve y medio en matemáticas. Ricardo y el Cachorro son cantaores.
El Chino anda y baila a la vez, no sabe moverse de otra forma, chasquea con la lengua, con los dedos, me acompaña hasta la parada del metro y sube y baja las escaleras jugando, taconeando. Es el hermano pequeño del Tete y el Yiyo y los admira un montón. Me dice que el flamenco entró en su vida a los 7 años, luego rectifica: “Entró a los 10, cuando me calcé las botas, porque claro, con botas sí se baila”. Y desde entonces apenas ha vuelto a tocar la Play. El Ye es más tranquilo que el Chino, fino como un pincel, con una fuerza y actitud para posar desarmantes, una mirada dulce al hablar que tumba. Me cuenta que bailar es jugar, que no hay otra cosa mejor que hacer. El Ye y el Chino son bailaores y primos hermanos.
Juan el percusionista es el mayor, el que se alarga más en las explicaciones, su ídolo es el Piraña y hace tres o cuatro meses decidió que el cajón era lo suyo. A Juan el guitarrista le dicen que es el viejo, porque es el que dirige, “pero solo cuando nos perdemos”, me aclara, porque entre ellos nadie manda, no hay un líder, y cuando se pelean todo vuelve a la normalidad enseguida, se lo pasan demasiado bien para andar con peleas. Juan es reservado y su ídolo es Paco de Lucía.
Estos seis niños nacieron y viven en San Roque, un barrio de vivienda social de Badalona construido a mediados del siglo XX para acoger a los barraquistas del Somorrostro y Montjuïc. Un barrio humilde, mayoritariamente gitano, que encuentra en el flamenco no solo su medio vital de expresión, sino también un mecanismo natural de inserción social y visibilidad. Un barrio desconocido para la mayoría de los barceloneses, con una historia marcada por la marginalidad, pero que hoy vive un proceso real de normalización.
“En San Roque nunca estás solo” me explica Juan el percusionista, “andas por la calle y siempre hay alguien”. Los niños me señalan los balcones de sus casas, el bar donde meriendan, la plaza donde juegan al fútbol, la escuela primaria donde todavía van dos de ellos –los demás ya están en el instituto–, la fuente del patio donde “nos echamos unos raticos de flamenco”. Todo les queda a tiro de piedra, pero lo más importante es que están cerca de los suyos, porque el sentido de comunidad sigue siendo un valor fundamental para los gitanos.
Niños alegres, curiosos, niños disciplinados a quienes no les cuesta callar cuando les pido que escuchen mis preguntas. Niños que se suben a un escenario y ponen al público de pie, al borde de las lágrimas. Niños que ensayan día sí y día también porque es lo que piden, porque ensayar es una fiesta. Niños dotados.
Y detrás de todos ellos, Ricardo Fernández. El padre del Yiyo, el Tete y el Chino. El tío del Ye. Un hombre que quiso ser futbolista y llegó a los juveniles del Español y a segunda división B de Premià de Mar. Pero que tuvo que dejarlo, sus padres no pudieron hacer más de lo que hicieron, había seis hermanos más que criar.
Ahora corren otros tiempos y a este padre le han tocado tres hijos a cual más artista. Dicen que el Yiyo, el mayor, con 6 años, cuando se iba de excursión, bailaba en los ríos. Como ahora el Chino, el pequeño, baila en las escaleras del metro. Y Ricardo Fernández se ha propuesto hacer de mentor, no solo de sus hijos, sino también de los sobrinos y parientes que conforman este grupo, para guiarlos y protegerlos, “que son muy niños todavía”. Me cuenta que tenerlos cada tarde en su estudio –antiguo almacén reconvertido en estudio de baile– “es un trabajo, no te creas”; y él ya tiene un negocio que le ocupa ocho horas al día. “Pero para que estén en la calle, pues que estén aquí conmigo y así practican”. Me confiesa que el otro día hizo cantar al Cachorro la misma canción tres veces por el puro placer de escucharlo.
Sonríe. Lo admiro y envidio a la vez.
Empecé a anotar las primeras frases de este texto en el metro de la línea violeta; las quince paradas de San Roque a Paralelo –donde hice trasbordo y seguí con la línea verde – dieron para mucho.
Gema Rodríguez Amaya tiene 16 años y apenas hace uno que baila como profesional. Se declara muy vergonzosa hasta que sube a las tablas. “En el escenario no soy Gema Rodríguez, allí me convierto en Gema Amaya”, dice. Su bisabuelo era primo hermano de Carmen Amaya, y su abuela Amparo, nacida en una barraca del Somorrostro, siendo muy niña, la iba a ver al teatro cuando la Capitana ya había triunfado por las Américas. Y el abuelo, padre, y los tíos de Amparo habían participado en la mítica película de Rovira-Beleta Los Tarantos (1963). Dicen de Gema que se le nota la casta, que tiene pureza gitana. Que no copia, no imita, que apenas necesita ver para entender.
“Gemita es libre bailando”, cuenta Mimo Agüero, propietaria del Tablao de Carmen: “Llegó muy verde al tablao y, eso, en su caso, es muy bueno. Nunca hará un gesto estereotipado, de academia. Ha adquirido un compromiso consigo misma que hace que sea muy pura y que en su baile se le note el carácter. Almacena mucho conocimiento”. Hay que verla cuando se transforma al arrancar por alegrías: lleva la sabiduría en la sangre.
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