Nunca habíamos tenido tanta libertad para decidir quiénes somos o adónde vamos, pero en la vida y en la moda, la de los orígenes no es una cuestión sencilla. Por Raquel Fernández Sobrín
Corren tiempos complicados para los orígenes. En la era del individualismo, la no definición y la globalización hay que tener más cuidado que nunca a la hora de decidir cuáles sientes como tuyos o cuáles te inspiran, porque al dedo acusador de la apropiación cultural no le tiembla el pulso. La cuestión ya no se resuelve con un: “¿y tú de quién eres?”, porque el origen puede ser un nombre, un lugar o un recuerdo. Si lo piensas bien, casi siempre es un momento.
El acontecimiento más instagrameable (origen, precisamente, de multiplicación de ceros en las cuentas de resultados de las firmas) del mes de junio fue el décimo aniversario de Jacquemus celebrado en la Provenza francesa. El diseñador ha hecho del sur del país galo su carta de presentación y del recuerdo de su madre, una bandera. Con un discurso muy personal ha demostrado que ni todos los algoritmos del mundo consiguen ser más poderosos que un mensaje emocional. De la misma forma, pero diferente, se ha convertido Wales Bonner en uno de los platos fuertes de la industria explorando (con un acercamiento artístico) la identidad (sexual y de raza) con sus colecciones. También despunta Supriya Lele dándole mil vueltas a la vestimenta tradicional hindú. Estas son sus raíces y así nos las han contado.
Durante la semana de la Alta Costura, la caída mundial de Whatsapp, Instagram y Facebook no pudo con el desfile de Valentino inspirado en culturas de todo el globo. ¿Por qué no hicieron saltar las alarmas sus elementos folk, los gorros akha y los estampados de flores de inspiración japonesa? “Puedes sentir la humanidad en las prendas”, aseguró Pierpaolo Piccioli tras el desfile. Las bautizó con el nombre de las costureras que trabajaron en ellas y se las puso a modelos de distintas edades y razas, demostrando que su sensibilidad trasciende a sus creaciones. La ovación a su apreciación cultural se agradece porque los diseñadores tienen miedo en un momento en que hasta los gobiernos toman partido en la lucha contra la apropiación (el ministro de Cultura de México acusó a Carolina Herrera de utilizar para su propio beneficio técnicas de bordado de las comunidades indígenas en su colección Resort 2020). Por cierto, esas fotos acumulan más likes en el perfil de Instagram de la edición de Vogue México que la suma de sus portadas de Gigi Hadid y Charlotte Casiraghi, lo que demuestra que el espectador puede ver la ofensa como un homenaje).
Cuesta no preguntarse qué habría pasado con el trabajo de Yves Saint Laurent (su colección de 1962 incluía vestidos inspirados en los saris indios y Les Chinoses del 77 no necesita más explicación que su título para encontrar la referencia) o si habríamos visto hoy un trabajo como Eshu de Alexander McQueen si él hubiera vivido atemorizado. Al final, que acercarse a los orígenes ajenos sea más o menos respetuoso no lo determina una fórmula matemática, sino más bien una sentimental.
Nos hemos empeñado en analizarlo y comprenderlo todo y se nos olvida que solemos enamorarnos de lo que no entendemos, de lo desconocido. Para muestra, el boom de Yamamoto en los ochenta, que con lo que se llamó minimalismo acabó con los excesos de una década. El mundo asumió sus creaciones como japonesas, cuando lo que él trataba de expresar era su visión del universo, no de su país de origen.
Está la procedencia, pero también el nombre. Y en esto de la moda los diseñadores lo pierden a manos de sus inversores día sí, día también. John Galliano y Alessandro Dell’Acqua son ejemplos de cómo el hombre y el nombre pueden ir por separado y Ralph Rucci, que se quedó sin el suyo en 2014, acaba de regresar a la industria con una colección de costura bajo la complicada etiqueta RR331. Es decir, que quiere que sigamos llamándole Ralph y Rucci. Al fin y al cabo es su origen, ¿no?
La colección de inspiración africana de Alexander McQueen.
Artículo anterior
Artículo siguiente