Ir de incógnito crea tendencias que la moda registra con regocijo. Los ‘paparazzi’ han propiciado una estética Por Silvia Alexandrowitch
Foto de una actriz de Hollywood tomada por Elliott Erwitt (1956).
Se cuenta que Fellini, antes de rodar en Roma La Dolce Vita (1960), estuvo siguiendo por la Via Veneto al fotógrafo Tazio Secchiaroli, el gran cazador de estrellas, ricachones y hasta monarcas que se juntaban por las noches en las terrazas de esa calle mítica. Una noche, el rey de Egipto montó una bronca que salió en primera plana de Il Giorno: Fellini ya tenía a su personaje; lo llamó Paparazzo (en dialecto, mosca cojonera), el fotógrafo que, con cámara y flash antediluvianos seguía al reportero de turno montado en una Vespa. En la película, Marcello Mastroiani encarna al cronista, elegante, con gafas y traje oscuros, melancólico, siempre oscilante entre el bien y el mal, el glamur y la decepción, mientras que su ayudante Paparazzo se centra en su trabajo de depredador de escándalos e intimidades. Sabía que una instantánea de una celebridad valía 3.000 liras, pero si la pillaba furiosa, in fraganti, el precio de la foto ascendía a un millón y pico.
La proliferación de paparazzi y de los medios que ofrecen fortunas por una foto robada transforma la crónica de sociedad en una sucesión de noticias de escándalos, y el público hambriento es literalmente insaciable. Siempre quiere más. Los precios suben según el personaje perseguido, hasta que la caza se desmadra, y surge, aunque bastante cínicamente, un antes y un después tras la persecución mortal de Lady Di, la princesa del pueblo, que retó a la monarquía y pereció bajo un puente parisino. A pesar de la no culpabilidad de los fotógrafos que la persiguieron, dictada por los juzgados de París, los paparazzi dejaron de considerarse una frivolidad inocua en el entorno del famoseo. Atrás quedan las imágenes de famosos de incógnito que no pierden ni los papeles ni su elegancia natural. Greta Garbo, la más escurridiza, y Jackie O., ambas con gabardina, pañuelo en la cabeza y grandes gafas negras. Marlon Brando, de negro, en un coche idem con cristales tintados. Marylin Monroe con la cabeza gacha envuelta en un enorme abrigo. La intimidad queda así protegida porque hasta hace poco la cara había sido el espejo del alma, así que sin cara, no hay expresión ni identidad que un paparazzi pueda vender como noticia chismosa, y mucho menos por segunda vez, cuando los recursos del incógnito se repiten invariablemente: el mismo sombrero, las mismas gafas, el mismo atuendo.
Los paparazzi de la modernidad tienen menos gracia y más ordinariez. Me temo que las estrellas perseguidas, también, a pesar de que los autorretratos en Instagram, también llamados selfies, representan uno de los mejores escudos ante el acoso de los captadores de primicias.
Pienso en Kim Kardashian, que los cita a todas horas y que, en caso de no tener la cara a punto, pone el foco en su alucinante culo, reconocible a un kilómetro de zoom. Muchas de las fotos que nos venden como “robadas” son en realidad fotos pactadas por los publicistas de las estrellas o por ellas mismas. A la salida de un restaurante, paseando a su bebé, en familia, de compras. El pretendido aspecto natural de esas fotos nunca lo es del todo. Ni el famoso o aspirante va de incógnito, ni el fotógrafo pasaba casualmente por allí. Me atrevo a poner como ejemplo a un personaje nacional llamado Paula Echevarría, que veo por todas partes sin saber a qué se debe, salvo que sea un genio del incógnito y lleve permanentemente una máscara sonriente de sí misma.
La verdad es que no me aclaro con los portadores de máscaras. Salvo que tengan negociadas exclusivas gordísimas con posado y decorado, a estas alturas ir de incógnito no deja de ser una llamada de atención tan o más potente que presentarse con la cara lavada y descubierta. Porque el arte de esconderse se está convirtiendo en un concurso de ideas que la moda va recogiendo con regocijo, no solo lanzando bolsos enormes que son pantallas para el rostro y el escote, también con sombreros y pamelas, gafas, echarpes, gabardinas, capuchas, todo ello con logotipos visibles, de modo que el famoso se esconde pero publicita la marca.
Aunque para mí, lo más hilarante es cómo la moda ha sabido hacer suyos los elementos más vulgares y plebeyos de la industria de la comodidad; viseras, chándals, acolchados, capuchas con cremalleras y chanclas de goma, incluso toallas de playa y mantas de viaje, a los que no pueden sustraerse algunas celebrities cuando creen ir de incógnito en sus viajes, e infaliblemente acaban pillados por los paparazzi. ¡Sorpresa! Justin Bieber con máscara de gas, Leonardo di Caprio con medio cuerpo embutido dentro de un paraguas, Dustin Hoffman y Shia LaBeouf tapándose la cabeza con una bolsa de papel con dos agujeros para los ojos. ¿Qué esconden? Su vanidad, acaso, y también una paranoia parecida a la que sufrió Michael Jackson, el rey del pop y de las máscaras, para pasear por la calle. La moda, siempre al acecho, toma nota de todas estas estratagemas del incógnito. Veremos qué hace con mi foto favorita, la de Taylor Swift andando de espaldas en un aparcamiento, en el que ejerce un arte que solo se domina con la práctica de una antigua disciplina de gimnasia china.
Todos llevamos dentro un paparazzi. Lo somos todos con nuestros móviles. Robar fotos ya no es un trabajo, es un vicio.
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