Entramos en el estudio del pintor Abraham Lacalle para descubrir un cambio en su obra: ha pasado del paisajismo mental a la fantasía pictórica de lo real. Por Guillermo Espinosa Fotos: Juan Millás
Al entrar en el estudio de Abraham Lacalle (Almería, 1962), la primera sorpresa es una biblioteca acristalada. Allí, junto a los ejemplares de catálogos de otros artistas, lo habitual en un pintor que durante años ha practicado eso que denominamos metapintura, hay una enorme cantidad de obras literarias desgastadas por el uso: Foster Wallace, McCarthy, Foucault, Joyce, Bulgakov, Huxley, Pynchon… Efectivamente, el propio Lacalle confiesa que, entre las múltiples referencias que usa para idear sus pinturas, la literatura (pero también la ciencia y la filosofía) es de las importantes. Su próxima exposición, No una ventana, que se podrá contemplar del 5 de septiembre al 5 de octubre en la Galería Marlborough (Orfila, 5, Madrid), juntará nuevos lienzos de gran formato, inspirados en “ficciones distópicas de todas las épocas”, como él las llama: novelas que hablan de un futuro complejo y deprimente y que justifican la presencia de Huxley o McCarthy en su biblioteca. Es la primera vez que se dedica al paisaje, en sentido clásico, en una larga carrera pictórica en la que primaba el paisaje mental, el solapamiento de distintas aproximaciones históricas a lo pictórico en un mismo lienzo, desde las primeras vanguardias a la actualidad. “Hoy somos más conscientes de la importancia de revisar el pasado para construir un futuro. Aunque he ido perdiendo ese interés en el puro análisis del lenguaje. Creo, como ya anunciaba Wittgenstein, que de tanto analizarlo, termina por desaparecer. Llegas al silencio, a una encrucijada. Y tras eso, ¿qué queda? Te ves obligado a retomar unos contenidos. Esta exposición tiene que ver con esto”, dice Lacalle.
Los paisajes de esta muestra no son “reales” ni tomados al natural, que es a lo que alude el título de la exposición. O sí, pero solo en el plano de la ficción pictórica. Están hechos de retazos objetivos –piedras abocetadas en cuadernos de un viaje a Nueva York; referencias a su Almería natal, al madrileño Parque del Oeste o incluso a México– mientras otros son puramente imaginarios: “No planifico, no soy un estratega. Voy mirando y cogiendo lo que me sirve. Cuando te dedicas a pintar, usas una forma y unos temas, y cuando ya lo usas con soltura, sin pensar, conviene que busques otra salida. Lo que mantiene a los cuadros en esa tensión tan sana, es pensarlos continuamente”, señala. De hecho, en estos grandes lienzos hay sorpresas poco vistas en sus trabajos anteriores. La primera, una libertad absoluta de la pincelada, aquí más visible y brutal: “Hemos abandonado esa rémora pop: que no se note que la pincelada es tuya…, que me parece la metástasis del yo en Occidente”, valora mordaz. También una paleta que, aunque en su caso nunca ha sido apagada, roza ahora el paroxismo; el paisaje está repuntado de colores vivos, irreales… “Refleja un poso de acidez, de espíritu cáustico. Me sale así. Con un poco de mala leche. La belleza es…, digamos que los pajaritos son muy bonitos saltando en las ramas, pero muchos piensan que fritos también lo son. Hay, efectivamente, un cierto grado de crueldad en mi pintura”, apunta. De hecho, en todos estos paisajes se aprecia la intervención humana, pero muchas veces cuando ya la naturaleza se está apropiando del terreno ganado. También es de las pocas veces que una figura humana aparece en su trabajo: un hombre echado en actitud de siesta, en un único cuadro, que bebe tanto de la historia de la pintura –La siesta, de Van Gogh– como de esa visión que ironiza con el miedo humano al medio natural: “Hay que abordar el paisaje desde la reflexión antropológica de nuestra relación con lo natural. Somos, a nuestra escala, pequeños escarabajos peloteros. Con una capacidad de destrucción mucho mayor”.
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