Una urbe con más bicicletas que habitantes que vive con gracia y soltura su particular utopía. Aquí se nace con el pie en el pedal pero sin el casco puesto.
Vistas de varias calles del centro de Ámsterdam con las bicicletas que le gustan a sus habitantes, sencillas y de colores sobrios y casi siempre oscuros.
En su relato Vietato introdurre biciclette (Historias de cronopios y de famas, 1962) Julio Cortázar se lamentaba de que en ningún sitio dejaran entrar a personas con bicicletas y sí con todo tipo de objetos, desde “un repollo bajo el brazo a un chimpancé con tricota a rayas”. Advertía el escritor argentino de que estos vehículos aparentemente inofensivos podrían un día rebelarse y “acorazados de furor” acabar arremetiendo en legión “contra los cristales de las compañías de seguros”. Si ese apocalíptico escenario se cumpliera, hay solo una ciudad donde se estaría a salvo. Las autoridades recomendarían emigrar en masa a Ámsterdam porque, con toda seguridad, en la capital holandesa ninguna bicicleta podría sentirse mal. Y, menos aún, sola.
Ámsterdam tiene una población aproximada de 813.562 personas y su censo de bicicletas supera esta cifra y llega a los 881.000. Todos pedalean en la ciudad de los canales (con perdón de Venecia), desde Eberhard van der Laan, el alcalde que hace unas semanas inauguró un burdel regentado por prostitutas, hasta los reyes Guillermo y Máxima. También los turistas, que conocerán, eso sí, una faceta insólita en los amables holandeses: con la bicicleta no se juega y a sus habitantes no les gustan los visitantes despistados; sobre todo los que caminan por el carril bici, aunque hablar de carril bici en Ámsterdam es prácticamente innecesario: lo raro es encontrar una zona 100% pedestre, aunque las hay.
En un lugar en el que existen más bicicletas que personas, se podría pensar que por sus calles circulan los modelos más sofisticados del mercado, pero no es así. Los velocípedos son clásicos, austeros y uniformes en cuanto a diseño, aunque no en cuidados. Es raro ver una bicicleta de un color que no sea oscuro, y toda una excentricidad encontrar alguna especialmente moderna. Las más distinguibles son las de las cadenas de alquiler destinadas a los turistas, que no sólo persiguen así publicitar sus tiendas sino evitar que al viajero se le trate mal; los locales suelen ser más piadosos cuando saben que el ciclista no se maneja bien sobre dos ruedas.
Desde Turismo de Ámsterdam advierten de que la tendencia está cambiando y que cada vez es más frecuente ver bicicletas distintas. Un ejemplo son las de bambú, sostenibles, –también se venden en España– o las llamadas bicisandwich, que se montan en media hora. Las bicicletas eléctricas, comentan, han dejado de ser “cosas de ancianos”.
La atención del viajero se queda atrapada por otro tipo de vehículos también frecuente en las calles de Ámsterdam. Se trata de los que llevan remolque, que puede ir situado delante del manillar, en un lado –como los sidecars motorizados– o detrás. Pensados en un principio para transportar objetos, ahora son muy populares para movilizar familias. No es raro ver a niños pequeños, incluso a más de uno, con sus padres rodando en uno de estos ciclos.
Dos características del ciclismo amsterdanés sorprenden al eventual ciclista urbanita de otros países. La primera, la ausencia casi total de cascos. Los ciudadanos de la capital de Holanda no consideran necesario proteger sus cabezas de una hipotética coalición, a pesar de que, entre todos, recorren en bici unos dos millones de kilómetros al día. ¿Son kamikazes? No, pero su actitud está acorde con la polémica científica que cuestiona si esta medida realmente salva vidas, algo que distintos estudios llevan afirmando y negando consecutivamente en los últimos años. Las leyes no obligan a llevarlo, tampoco en los scooters que, por cierto, pueden circulan por el carril bici siempre que no superen los 20 kilómetros por hora.
Lo segundo que llama la atención es la seguridad: cuando se alquila una bicicleta, el candado viene incluido y en los establecimientos no dejan de recordar al turista la conveniencia de atar el vehículo si deciden parar. En un país tan civilizado donde, además, se podría pensar que nadie necesita robar una bicicleta –porque todo el mundo tiene una, la lógica no funciona. Desde el Ayuntamiento hablan de un mercado negro destinado a países de Europa del Este, pero sea cual sea el motivo, está claro que en Ámsterdam las bicicletas vuelan y sus ciudadanos lo saben: no sólo las atan a farolas
y bolardos, sino también entre sí, ya que es habitual que los amigos y las familias se desplacen en grupos.
Los candados son uno de los pocos signos distintivos de las uniformadas (en su mayoría) bicicletas de la ciudad. No hay más que darse un paseo por alguno de los parkings específicos de velocípedos –algo muy recomendable– para verlos de distinto tamaño, material y forma de cierre. Las bocinas o cláxones también sirven para distinguir a las bicicletas de corte clásico y colores sobrios, también la forma de proteger los sillines, muchos de los cuales van cubiertos con fundas de tela o de plástico, bien por razones de comodidad o para protegerlos de la lluvia, el fenómeno meteorológico más frecuente en la ciudad que, por lo demás, cuenta con un clima relativamente benigno. Más allá de que se trata de una ciudad plana y diseñada desde un principio para peatones y autos pequeños, es difícil explicar por qué Ámsterdam es la capital de las bicicletas. Como sólo se puede especular con el motivo, quizás haya que hacer caso al escritor Eloy Tizón: “Lo que impulsa la bicicleta son las ganas de montar en bicicleta, y nada más”. Sin duda, en Ámsterdam sobran.
Puse el punto final y ya se empezaba a hablar del virus ‘WannaCry’. Llorar es lo que habría hecho si se me llega a borrar el texto, aunque recordar el viaje a Ámsterdam hubiera sido un buen consuelo… momentáneo.
Por Ainhoa Iriberri Fotos: Guillermo Cervera
Artículo anterior
Artículo siguiente